Dormir, esa práctica con la otredad...
¡Morir..., dormir, no más!
¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón
y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne!
¡He aquí un término devotamente apetecible!
¡Morir..., dormir! ¡Dormir!...¡Tal vez soñar!
“Hamlet”
Monólogo (Acto II – Escena I)
Los antiguos consideraban que, mientras estamos con vida, sólo los sueños nos acercan a experimentar la cesación mortal. Alejados de la conciencia, sin respuestas motoras, sin volición ni reflexión racional nos sumergimos en vida en lo otro...
Todos soñamos. Todos finalmente morimos.
Y si, al decir de Séneca “aequat omnes cinis” (la ceniza iguala todo), dormir también nos restituye a uno de los pocos territorios de igualdad humana comprobable: soñar.
Soñar es nuestra verdadera “otra” vida imbricada dentro mismo del existir.
Si decíamos en otro post que los muertos parecen durmientes perpetuos, podremos igualmente decir que los que duermen parecen muertos. El sueño, una muerte finita que sólo habitamos haciendo cesar, no la vida, sino la razón.
Si los sueños son nuestra principal experiencia con la otredad (y la muerte es el máximo de ajenidad que alguna vez experimentaremos puesto que al morir nos des-asimos de absolutamente todo lo que hemos sido), se entiende mejor porque siempre se imagina la muerte con un “territorio otro” donde los difuntos finalmente hallan un hipotético lugar extraterrenal donde descansar.
Así como partimos cada noche al mundo de los sueños, nuestro ánimo y lógica infantil (nunca del todo totalmente superadas tengamos los años que tengamos...) pareciera querernos consolar de las pérdidas analogando en la mortalidad una ida a una “otredad” alterna de esta vida. El Hades, el cielo, el paraíso, el eterno más allá. Pero que el consuelo sirva y sea efectivo no le da a éste estatuto de verdad.
Imaginamos en nuestras fantasías consolatorias que quien muere se encuentra en “un lugar mejor”.
La muerte sería, desde esa metáfora postmortem, una mejoría respecto de la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, la angustia, el deterioro, el mal que se ha atravesado en la prisión corpórea de esta existencia. Demasiada carga platónica, para mi gusto, para un proceso de desgaste de la materia inscripto siempre en el ciclo ineluctable al que está sometida aquella.
Del mismo modo pareciera que los sueños, en algunos sentidos y bajo determinadas circunstancias, nos “mejoran”.
O bien porque nos realizan los deseos, o bien porque nos dan pistas imprecisas -pero pistas al fin- para capear los temporales que dejamos pendientes en el pasado o los temblores que nos deparan algunas decisiones que envuelven a nuestro futuro.
En los sueños el deseo se entrena, los terrores se escenifican, las angustias se teatralizan locamente, los anhelos vuelan y nos hacen sentir cómo sería ese batir de alas en el aire. E incluso, la muerte llega en nuestros sueños de formas tan inexactas como pesadillezcas... pero nos da la chance de despertamos de ella.
Dormimos, soñamos... entrenamiento tanto de la máquina deseante, como de las escenografías de la muerte (Eros y Tánatos parecen nunca perderse de vista uno al otro).
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