martes, 31 de enero de 2012

Soñar, amar, sanar, morir



Soñar, amar, sanar, morir




(A la memoria de Lidia Suarez.
En recuerdo de su dulzura inolvidable y su entereza,
su pequeñez su fragilidad su espíritu libre su alegría sus alas.
Mi querida segunda mamá que se ha ido...)





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"Las moradas de Hypno y Tánato eran vecinas en el Hades…
el sueño es la morada análoga a la muerte
en la que cada noche entramos
plácidamente
al cerrar los párpados. Para vivir en la otredad."

Jacobo Siruela



Hace algunos años atrás mi entrañable amigo Emilio Achar me obsequió, en una de sus siempre esperadas visitas a Buenos Aires, “Las Intermitencias de la Muerte” de José Saramago. En ella la muerte suspende su tarea, y el maestro Saramago describe, con su pluma infatigable de párrafos infinitos, como ese detenerse de las cesaciones que impone la mortalidad transforma de modo perturbador el universo de lo viviente. El libro se inicia diciendo: «Al día siguiente no murió nadie».

Hay días en que quisiéramos que la muerte estuviera siquiera evaluando practicar una de sus intermitencias.
Aunque sea por un tiempo, aunque sea con algunas personas que quisiéramos conservar de este lado de la vida.
Que la muy injusta se olvide de llevarse a nuestros seres bienamados, que deje reposar su filosa guadaña y preserve el hilo que une el cuerpo a la existencia, que esa puntual funcionaria del ciego devenir de los ciclos entre por un ratito en huelga y nos ofrezca un poco más de criterio selectivo.

Pero ya sabemos que la literatura es justamente eso, literatura, y que las posibilidades de extender un hecho literario como detener la inminencia del morir contradice toda lógica natural.

Dejar de morir, no morir o impedir una muerte forman parte quizás de nuestros más sensibles sueños. Soñamos con poder intervenir mágicamente para dejar ciertas muertes en suspenso, o con haber podido detener ciertas muertes ya sucedidas. Soñamos eso cuando amamos a los que parten y ese lazo que la muerte corta irrumpe con su negror funerario en la existencia diaria.

Luego, por un tiempo, nada queremos ni hacer, ni ser. Mientras lidiamos con el trabajo de duelo no nos queda mucho más que el deber del superviviente: tener que transmutar nuestros vínculos con los muertos, conservar el lazo y a su vez transformarlo, darle nueva forma pues ya no estaremos más con ellos. Hacer de lo que hemos compartido con los que mueren, algo probablemente más sutil, más íntimo, más hacia adentro.

Soñamos con una muerte que se olvide de su monótona misión porque duelar es una tarea dolorosamente interminable e imposible de cerrar por completo cuando se trata de algunos seres significativos. Por todo esto es que quisiéramos que la muerte se salteé a quienes afectivamente nos han querido y hemos querido.
Pero como la muerte es perseverante en su oscura tarea de poner fin al latido de los cuerpos, no nos queda más que la suturante tarea de sanarnos de esas partidas, preservar los recuerdos que nos bienunió con los que ya no están, y honrarlos habitando con intensidad cada hora y día de esta vida en la que aún tenemos el lujo de pulsar, palpar, sentir, respirar, abrazar, reír, proyectar.

No sé si uno se sana por completo de ciertas muertes. No estoy segura de ello.
Tal vez a veces se pueda, tal vez a veces no. Tal vez sanemos sólo un poquito.
Pero con el tiempo debemos internalizar -aunque más no sea- la posibilidad de imaginar que sanaremos, aunque sigamos llorando cada tanto a los que se van yendo y nos parezcan infinitos los microscópicos detalles que bordan cada despedida.

Vivimos porque soñamos, porque amamos, porque sanamos. Vivimos aún sabiendo que la muerte no es intermitente, ni la vida se corresponde exactamente con la belleza trágica de un relato de Saramago. 




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