La muerte, ese último igualitarismo despiadado
“Las manos que dicen adiós son pájaros que van muriendo lentamente... “
Mario Quintana
La muerte es ese instante inerte que se precipita luego de respirar el último exceso de vida que nos queda. Dionisos es, finalmente, derrotado por Tánatos.
La fuerza de ese respiro final que da el agonizante es la última forma en que se manifiesta su tremenda voluntad de aferrarse a lo viviente. Ese conatus del que hablara Spinoza, esa fortísima voluntad de vida que nos acompaña hasta que cesamos de existir es el último eslabón que encadenará a un ser con la biografía de su final.
Cada final de vida es el cierre de una novela personal e individual tan inextricable como inabarcable.
Y en esa novela personalísima que componen los mapas vitales transitados por cada quien, la muerte siempre nos parece algo temprana. Para los que tenemos el privilegio de seguir quedando siempre nos queda una sensación de “por qué” ante una muerte. Probablemente sentimos esto aún en los ancianos que han llevado una larga vida porque uno puede percibir siempre alguna inconclusión, algún pequeño obrar que quedará pendiente, felicidades y disfrutes que nunca hubieron de llegar ni habrán de hacerlo. Si quien muere es alguien demasiado joven, esta temprana aparición de la muerte hace que nuestra sensación de inmerecimiento se acreciente aún más. Querríamos que algunos hayan tenido unos granos más de arena antes de que la Parca les diera vuelta violentamente el reloj. Como sea, la muerte es símbolo de un igualitarismo despiadado: frente a ella, todos nos presentaremos con la misma inerme desnudez.
Para los que permanecen, muchas veces sucede que los invade -en distintas proporciones- el “Síndrome de lo pendiente”: esa necesidad de que haya habido un-poco-más-de-tiempo para decir o expresar aquello no fue dicho o expresado con quien ahora ya no está.
Para el que perdura y testimonia la muerte del otro, llenar ese vacío que el muerto activa con su ida se vuelve un imperativo de supervivencia. Hay que sobre-pasar la muerte del otro para poder seguir vivo. Y ese relleno de sentido que tiene que advenir para ocupar con representaciones la tangibilidad física y cercanía emocional que el alguien otrora brindaba con su existencia es un “llenado” que se hace con lo que se pueda, con lo que se sienta, con lo que se recuerde, e incluso con lo que se olvide. Hay que habérselas con un modo de enlace que desprolijamente enhebra el pasado común que se ha vivido con quien ya no está, y esa dura despedida actual que siembra agujeros por doquier en el presente.
¿Qué implica ser un individuo? Saber que a esta existencia se ha llegado solo y solo se ha de partir indefectiblemente. Y a diferencia de nuestro nacimiento, sobre el cual no tuvimos injerencia alguna, la muerte nos puede llegar a ofrecer un último gesto libertario: el que a conciencia nos permitirá escoger cómo morir, entre quiénes despedirnos de la vida, cuándo y bajo qué circunstancia dar configuración conciente a la propia cesación. Contra ese esfuerzo igualitarista despiadado de la muerte que. se nos dice, a todos nos iguala, diferenciarse. Darse un fin que afirme lo singular, romper el pattern común y esculpir la propia finitud si la conciencia agonizante nos lo permite.
Dichosos son aquellos que parten habiendo tenido buenas y plenas vidas transversalizadas por la libertad, y más serenos permanecen también quienes sientan que no han quedado abrazos pendientes con los que se han ido. La muerte enseña que nunca se sabe cuando ha de llegar, y en razón de esta incertidumbre es importante agotar lo que se sienta y sus manifestaciones como si cada día fuera el último.
Vaciarse los sentimientos, entregar emociones, darlas a saber de alguna forma, todo eso colabora a partir o a dejar partir un poco más livianamente cuando llegue la hora.
Dionisos sólo tiene un modo, fatal y final, de revertir la segura derrota bajo la guadaña de Tánatos: morir con una sonrisa, morir agotadas ya todas la alegrías, morir de tanta vida vivida lo más libremente que nos haya sido posible.
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